La más sentida de las frases de Angela Merkel, pronunciada en el parlamento israelí el pasado 18 de marzo, ganó repercusión mundial. "La Shoah, dijo, llena de vergüenza a los alemanes". En muchos, sin embargo, esa repercusión no provocó admiración sino perplejidad. ¿Por qué, oí preguntar, una generación posterior debe cargar con el peso de las conductas miserables de otra precedente? ¿Qué tiene que ver la Alemania democrática, representada por Angela Merkel, con la Alemania nazi? ¿No son acaso dos mundos antagónicos?
Yo, por mi parte, me pregunto si de eso se trata. Si se trata de cargar con las faltas cometidas por una generación a la que no se pertenece. Si se trata de entender como responsabilidades propias los crímenes ajenos.
Me parece evidente que Angela Merkel piensa que una generación determinada llega a ser democrática y a liberarse del legado totalitario que proviene de la anterior, no cuando argumenta que ella nada tiene que ver con ese pasado, sino cuando entiende en qué medida y de qué manera lo que en ese pasado se hizo condiciona lo que ella, a su vez, intenta hacer. Y, en el caso de Merkel y de la Alemania que ella representa, la Shoah sigue estando en el centro de ese legado. Avergonzarse equivale a no caer en la tentación de proponer que la catástrofe política y moral generada con ella puede quedar atrás con la extinción de los verdugos y la desaparición del régimen que los convalidó. Equivale a mantener abierta la pregunta por las condiciones de posibilidad del genocidio industrializado. Y mantener abierta esa pregunta significa decidirse a aceptar que ella no reclama una imposible respuesta final sino una convivencia atenta y constante con lo que implica.
Mucho antes de que Angela Merkel viajara a Israel, pasé por una experiencia inolvidable. Su valor se acentuó en mí con la alusión a la vergüenza de Alemania por parte de la Canciller. La cuento.
Mi agente literaria es alemana. En Buenos Aires, donde se encontraba de visita a principio de los años 90, me propuso hacerse cargo de la difusión de mis libros en Europa. No obstante, no quiso que firmáramos el convenio correspondiente hasta que yo no evaluara una confesión que deseaba hacerme. Si después de oírla yo me avenía a ser su representado, entonces concretaríamos el acuerdo. A medida que la escuchaba, mi intriga inicial se fue transformando en una intensa emoción. Era hija de un oficial muerto en la defensa de Berlín en 1945. Su padre había acatado la doctrina del nacionalsocialismo. Ella había crecido en la Alemania de posguerra. Al egresar de la universidad, había optado por la difusión de la literatura latinoamericana. Avanzó en su oficio, se adueñó con maestría del portugués y del español. Yo era, me dijo, el primer escritor judío latinoamericano que ella se disponía a representar. Cuando tomó esa decisión, su pasado se le impuso como algo que debíamos compartir. "Es una historia que me atormenta. Que me atormenta y que me avergüenza. Y lo cierto es que nunca dejará de avergonzarme por más atenuantes que le pueda encontrar." Cuando concluyó, le extendí mi mano. Por fin y como pude, le dije que, como judío, me conmovía que mi primera agente literaria fuera una alemana cabal. No, no se trataba de olvidar. Por el contrario. Se trataba, de allí en más, de empezar a sostener juntos el recuerdo de lo que, hasta entonces, no habíamos podido ni querido olvidar por separado.
En boca de Angela Merkel volví a encontrar la mención a la vergüenza alemana ante la Shoah. Ella y mi agente pertenecen poco menos que a dos generaciones sucesivas. Casi dos generaciones de alemanes que saben que la única manera de dejar atrás lo sucedido consiste en asegurar la indeclinable vigencia de su significación.
Fuente: La Nación, domingo 30 de marzo
lunes, 31 de marzo de 2008
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